Hoy, los miembros del Club de Lectura y Teatro de La Viñuela nos hemos puesto manos a la obra para realizar una nueva actividad, ésta ha consistido en realizar un relato conjunto, en donde todos seamos autores del mismo, siendo cada uno el que encauce, en función de la lectura, la historia propuesta.
En esta actividad han participado: Dori Calderón Ramos, Laura Pérez Alférez, Cande Molina Mostazo, Rafael Núñez Rodríguez, M. Carmen Jiménez Aragón, María Jesús Campos Escalona y Gema Frías Luque. Esperamos que os guste la iniciativa y la historia que ha resultado de esta apasionante actividad que ha conseguido mantener el grupo unido toda la tarde.
SUEÑOS DE SAL
La brisa acariciaba su pelo y traía a sus oídos susurros que
parecían palabras lejanas. Su vista
siempre escrutando cada rincón de aquel acantilado, buscaba la pista que la
sorprendiera ese día. Ya tenía varias en su poder, pero era incapaz de
relacionar unas con otras, aun sabiendo que formaban parte del mismo
mensaje. Del mismo misterio.
Caminaba descalza por la orilla. La arena mojada se hundía
bajo sus pies y a ella le daba la impresión de que en cada hoyuelo dejaba una
parte de sí misma. Pero a la vez sentía paz.
A lo lejos divisó una figura ya familiar, era la misma con la
que se tropezaba cada mañana, el joven pescador que ya terminaba su faena y con
el que tenía unas breves palabras todos los días. Sonrió al verle, pues la voz
de aquel joven le acariciaba el alma. Sus pasos por la orilla la acercaron
hasta aquel lobo de mar…
-¡Buenos días! ¿ Hoy me trajiste la caracola que me
prometiste?
- Sí, la encontré, para cuando vuelvas a Madrid te la
acerques al oído y sientas el mar como si estuvieras paseando por la orilla de
esta hermosa playa.
Laura no pudo contener su emoción y abrazó fuertemente a su
amigo, con lágrimas en los ojos se despidió de él, sin saber cuándo podrían
volver a verse.
Los días habían pasado tan rápido que aún no estaba preparada
para volver.
El joven se alejó con paso cansado y Laura deseaba sentir
otra vez el abrazo del sol sobre su piel.
Era un cálido y soleado día de septiembre. Las ondas del
calor bronceaban a fuego lento su piel. El viento, impaciente, mecía intranquilo
las palmeras que nunca podían parar de moverse. Se recuerda a sí misma y a él:
una esterilla tirada en la arena, una pareja que se lo dice todo en una mirada.
Es imposible imaginar los matices que se pueden ocultar en un simple gesto,
inconsciente e involuntario, cegados y ocultos por el sol.
En el autobús de vuelta a casa mira los paisajes por la
ventanilla, una melancolía invade su existencia. Volver a la ciudad, al ruido,
al bullicio, piensa que no va a poder resistirlo. Ella ni puede vivir sin su
mar, sin ese olor a sal, ni sin esa brisa fresca, sin esos acantilados que la
llenan de oxígeno. Suspira y vuelve a suspirar.
Y sus suspiros llenan de sal la caracola con la que no para
de juguetear entre las manos. Siente el dolor en su pecho, ese dolor que no
pueden identificar los médicos. Ese dolor que ahoga. Se baja del autobús y,
como por inercia, se ve sentada en el sofá de su casa. La suave música del mar
sigue en sus manos, mientras su mente sigue buscando en el acantilado, entre
las palmeras, cribando la arena de la playa con los pies. Pero no encuentra la
respuesta, esa que alivie a sus cristalinos ojos por qué se fue, y dónde se
fue, sin una nota, sin un beso, se llevó su sonrisa y solo ha dejado el sonido
del mar rompiendo contra el acantilado.
Se sentó en el sofá después de mirar en el dormitorio, no
había nadie. Entonces se dio cuenta de que la caracola estaba partida en varios
trozos y el sonido del mar enfadado se fue escapando por las ventanas.
Una lágrima tan salada como sus recuerdos de aquel amor tan
fuerte como efímero, se escapó de sus ojos. Entonces alguien tocó a la puerta.
Con desgana se levantó para abrir y su mundo se quedó en suspense al ver en
el umbral de la puerta el joven pescador portando un enorme ramo de rosas
blancas en su mano, con una pequeña carta que ponía: “El mar no susurra igual de
bonito si estás tan lejos”.
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