martes, 31 de octubre de 2023

¡RELATOS DE MIEDO!

Ulla Ramírez
LA FORTUNA
    Aquella noche de invierno, una planta que me triplicaba la estatura con una flor gigante y negra como el carbón, rompió con furia y gran estrépito los cristales de mi ventana y se coló en mi salón. Sí señores, la planta me asaltó y me quería comer. Lo juro como que me llamo Pierre. No sufro de alucinaciones, ni estoy loco, aunque los envidiosos de mi actual fortuna lo murmuren por ahí.
    Tras un forcejeo que duró lo justo para no perder el aliento, logré escapar de los largos y retorcidos brazos de la invasora, no sé si por mi propia pericia o por decisión de aquella flor, que me lamía el cuerpo y el rostro con sus gigantescos y pegajosos pétalos negros. Quién sabe, puede que intuyera cuál sería su futuro si me dejaba con vida.
    Yo había oído contar que en el pasado la flora de este lugar gozaba de una frondosidad fuera de lo común, debido al abono extraordinario que este terreno había almacenado a lo largo de los siglos. La savia de los muertos, le llamaban. Y es que parte de este pueblo, como bien es sabido, se asienta sobre un viejo cementerio medieval. La gente contaba que con el paso del tiempo las plantas se marchitaron y murieron. Y fin de la historia, al menos para mí.
    Pero no señores. La mía, mi planta, al parecer, resucitó de pronto aquella noche al olor de mi carne y de mis huesos frescos. Pero como les digo, le gané la batalla o me dejó ganarla. Y miren lo hermosa que la tengo ahora. El laberinto de sus ramas ocupa todo el jardín y escala por las paredes blancas hasta el tejado de mi hotel, este hotel en el que convertí mi casa.
    Ciento cincuenta euros por muerto y día ¿qué les parece? Ahora hay que esperar hasta una semana para enterrarlos. Hay cola, sí señores. Aunque, a veces, la gente olvida a sus muertos y mi planta lo agradece.
    Ya les digo, ciento cincuenta la habitación refrigerada, incluida una flor negra.
    La historia es gratis.


Laura Pérez Alférez
AMARGA COSECHA
    La obligaron a usar el montacargas del hotel que tenía el apropiado nombre de Abraham Lincoln.
    La invadió un sentimiento de rabia que le hizo apretar los dientes y torcer el gesto al recordarse, de niña, violada a los diez años en la esquina de un prostíbulo. Y las primeras monedas que le arrojaron después de usar su cuerpo, a los doce.
    Con los puños apretados, ocultos en los bolsillos del viejo abrigo, pero con paso firme, caminó hacia el Café Society, el primer bar neoyorquino que legalmente permitía acudir tanto a población negra como blanca.
    Se encontraba sobre el escenario, después de cantar varios temas delante de un público indiferente, aferrada al micrófono dispuesta a cantar su tema de cierre. Tras un minuto de un estremecedor solo de trompeta, cantó con voz rasgada:
    "De los árboles del sur cuelga una fruta extraña. Sangre en las hojas, y sangre en la raíz. Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña. Extraña fruta cuelga de los álamos. Escena pastoral del valiente sur. Los ojos saltones y la boca retorcida. Aroma de las magnolias, dulce y fresco. Y el repentino olor a carne quemada. Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos. Para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire, para que el sol la pudra, para que los árboles la dejen caer. Esta es una extraña y amarga cosecha".
    Al terminar de cantar, el foco sobre su cara se apagó, nadie aplaudió.
    Al volver las luces ya no había nadie sobre el escenario.
  Los espectadores intentaban recuperar el aliento tras asistir a aquella desgarrada actuación.
  Mientras la primera canción antirracista nacía, justo en ese momento, a muchos kilómetros de allí, en España, se ordenaban los últimos bombardeos y se iniciaba una época de terror, intolerancia y barbarie. Empezaba la dictadura. Era la primavera de 1939.


Mª Carmen Jiménez Aragón
POR QUÉ MORÍ
    Se despertó en medio de la noche y quiso ir al baño. Como siempre, tanteó con los pies desnudos el frío suelo, pero no encontró sus zapatillas; juraría que las había dejado ahí al acostarse. Buscó el interruptor en la mesilla, no había luz. Agarró el móvil y caminó descalza cruzando el pasillo, por las ventanas solo se colaba la claridad de la luna. El apagón general debía llevar varias horas, el ambientador eléctrico no desprendía ningún olor. Menos mal que su teléfono aún tenía algo de batería para alumbrar sus pasos.
    Terminó y se disponía a lavarse las manos cuando en el espejo vio la cortina de la ducha ondear suavemente, debía cerrar la ventana o por la mañana encontraría el baño lleno de hojarasca depositada por el viento. Pero se sorprendió al descorrer el plástico y comprobar que la ventana estaba cerrada. Un desconcertante pellizco oprimió su estómago. Decidió pasar por la cocina antes de meterse de nuevo en la cama, seguramente ahora le costaría volver a coger el sueño y quizá tomar algo caliente le ayudara. Al entrar se quedó paralizada, la luz guía nocturna del pasillo estaba enchufada junto al expositor de cuchillos, encendida, faltaba el más grande. Su mente se activó a toda velocidad intentando recordar para qué lo usó y dónde lo había dejado, no quería entrar en pánico. Pero se cruzaba en su razonamiento el detalle de que solo hubiera electricidad en ese punto de la casa, no era lógico. Empezó a ponerse nerviosa al comprobar que, efectivamente, el fluorescente del techo no encendía. Desbloqueó su móvil, buscó en llamadas recientes a su hermana, necesitaba una voz familiar. Y mientras deslizaba contactos, pensaba: “Cómo va a estar tan abajo si hablé ayer con ella”. Súbitamente el televisor se encendió en el comedor y, con el corazón paralizado, asomó la cabeza buscando alguna sombra en la penumbra. Nadie. En la tele, la médium recordaba que Verónica seguiría contactando con su hermana hasta obtener respuestas de por qué la asesinó.


Lidia Molina Zorrilla
VÉRTIGO
    Me vuelve, como hace tiempo, el peso. Noto mis huesos de piedra, como una piedra en mi cabeza, en mi pecho y me convierto en piedra, soy piedra pesada que no avanza.
    Una pluma quiere enseñarme a flotar con el viento, me visita, me cuenta que volar es fresco, es vida. Pero yo estoy anclado al suelo, a mi suelo, a mi vida, a mi mierda.
    Yo soy piedra y esa pluma eres tú.
    Vértigo. Es eso. Volar me da vértigo.
    Los párpados me pesan como el resto del cuerpo. Quiero vencer el vértigo y moverme, ir contigo, al infinito, a la acera de enfrente y más allá, pero no puedo. Abro los ojos, estoy en mi cama, no necesito mirar al lado para saber que no eres tú la que calienta hoy mi colchón, pero, aunque quisiera no puedo girarme. No puedo moverme. Inmóvil solo alcanzo a ver el techo, la puerta entreabierta, la persiana bajada pero no del todo y los cuadritos de luz que ya quieren empezar a entrar. Quiero gritar, gritar tu nombre, pero siento peso en el cuello y la voz me ahoga.
    Tengo la cabeza pegada a la almohada, noto la presión. El contacto del occipital con el algodón es casi doloroso.
    Las costillas caen sobre los pulmones y los oprimen. Empiezo a sentir verdadero pánico.
    Comienzo a agitarme. Quiero levantarme. No sé si estoy soñando, estoy despierto o me estoy muriendo.
    ―Dios, ¿qué te pasa?― una voz femenina.
    Giro mi cabeza. Respiro muy rápido. He despertado a la chica y me mira aterrada.
    Yo también estoy despierto. Consigo sentarme en la cama, no sé qué ha pasado.
    ―Perdona, una pesadilla―, aunque no estoy seguro de que haya sido una pesadilla.
    ―Parecía que estabas convulsionando.
    ―Lo siento.
    ―¿Necesitas algo?
    ―No. Gracias―. Le sonrío, pero esa chica no eres tú. ―¿Podrías marcharte? Siento ser descortés. Puedes usar el baño y coger lo que quieras de la cocina, pero necesito estar solo.
    ―Claro.
    Esa chica usó el baño, cogió una manzana del frutero, me abrazó.  
    ―Cuídate.― Y se fue. Nunca la volví a ver. Parecía maja.


Rafa Núñez Rodríguez
REFLEJOS
    Vuelvo a escucharlo, me muevo cansadamente sobre la cama, he probado a taparme la cabeza con la manta, incluso con la almohada, pero esa gota sigue cayendo en el lavabo, lo atraviesa todo hasta llegar a mi cabeza.
    Me levanto, como llevo haciendo ya una semana, voy al baño, enciendo la luz y, en ese instante, deja de sonar.
    Es la segunda semana seguida y mis nervios quieren abrirme la piel para taponar el grifo. Entonces, casi por reflejo, le doy un puñetazo al espejo del baño. Se ha agrietado creando un reflejo extraño de mi rostro. Vuelve el goteo, pero ahora es la sangre de mis nudillos alimentando la boca del lavabo.
    La bombilla parpadea y cambia la imagen del espejo, es Ana, con el rostro pálido y enrojecimiento alrededor del cuello. Me duelen los dedos, se encorvan como acomodándose a ese cuello que fue el primero, el más callado. Ella confiaba en mí. La alcachofa de la ducha comienza a escupir aire, quizás el que le faltó a ella, pues se va impregnando su perfume por las paredes.
    Otro golpe de luz, ahora me miran unas cuencas vacías de vida, de las que aparecen lombrices rojizas como si le hubiesen quitado el color a la carne de aquel vagabundo. Hago una mueca de asco, olía peor cuando vivía que en el momento de enterrarlo, pero fue divertido, cada hueso partido sonaba diferente y sus ojos mirándolo todo desde mi mano.
    Me retuerzo por un dolor punzante que me atraviesa el estómago, caigo al suelo. Mi vómito me impregna la camiseta de sangre y trocitos de algo que no consigo identificar, quizás pequeños trocitos de cristal, me rajan la garganta al ir saliendo. Tembloroso, intento incorporarme. El goteo suena cada vez más intenso.
    Al ponerme en pie veo que ahora el espejo refleja a mi hermana, pero antes de que me enfadase con ella. Se la ve feliz, sin la piel atravesada por el cuchillo de la cocina. Dibujé líneas por toda su piel, con curiosidad por saber qué habitaba en su interior.
    Con la mano ensangrentada, me limpio la boca y lo que consigo es llenar de sangre toda mi cara, notando ese sabor espeso que me hace sentir culpable, pero que tanto necesito.
    Otro relámpago atraviesa la luz y vuelve a hablarme el espejo. Una leve sonrisa llena mi boca mientras con la lengua lamo la sangre que hay en mis labios.
    Ahora en el espejo te reflejas tú.

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